Yo, como gatita
buena, dulce, abnegada, elegante, genial, sabia y además de todo eso, generosa,
protejo a mi servidumbre, es decir, a mis lacayos y mi doncella. Ellos son jóvenes, no saben de la vida más
que deben ser educados y sumisos conmigo, que deben seguir mis instrucciones y
cuidarse de las fieras que hay en el exterior de esta, mi mansión.
Bueno, hoy sonó el
teléfono y después de un rato llegó otra mujer a la casa, una señora bonachona
que reconocí de inmediato: la veterinaria.
Mi mami la saludó cordialmente, platicaron y mientras estaban en eso, yo
aproveché para subir a mi habitación después de advertirle a mi servidumbre: “Miauuuu!
Huyan! Hay peligro”. Pensé que tal vez
me salvaría si fingiera dormir, esa es una buena táctica para evitar que me
guarden en mi bolsa transportadora.
Pasó un buen rato,
creo, después escuché la voz de mi mami: “!Chicos!” No tuve tiempo, me había adormecido
de tanto fingir y no pude alertarlos, todos corrieron rumbo a la cocina. Ahí fue el momento del sufrimiento; la
veterinaria, con una jeringa empuñada como una espada, indicaba a mi gordis que
detuviera a los gatitos. Yo estaba
arriba, temblando, mis ojos se cerraron fuerte, sentí cómo los apreté para no
ver lo que ocurría a mi alrededor. Pasó
un buen rato, creí que me había salvado, cuando sentí que unas manos me levantaban
y me decían: “Agatita, ahora te toca a ti”.
¡Qué lástima!”, pensé con resignación, “Ni modo, me toca la inyección”.
Lo verdaderamente escalofriante para mí, que
soy tan sensible, fue la reacción que tuvo uno de mis lacayo, Tomy, que corrió
como si lo fuesen a lastimar mucho, como si lo fuesen a torturar por un largo
tiempo, como… “¡Pobrecito!”, pensé con
tristeza, “está aterrado y eso no es bueno para su corazón. Voy a decirle a mi mami que a él no lo
inyecte”.
Yo quedo
tranquila porque sé que mi mami nos cuida a todos y procura que estemos bien,
por eso nos visita la veterinaria, pero no todos piensan como yo porque no son
tan inteligentes, sabios, geniales, hermosos, elegantes y divinos . ¡MIAU!
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