Una herencia es un
legado, algo que nos dejan en vida o tras ella, las personas con quienes tuvimos o aún tenemos
relación. Cada palabra de mi frase anterior
tiene una gran implicación pues la herencia es aquello que podemos disfrutar
por la gracia que tuvo o tiene el otro para compartirnos debido a su
generosidad.
Las herencias que
he recibido a lo largo de mi vida son bastantes; de mi abuelo heredé, al igual
que mi hermano Emilio, el gusto por escribir; de mi mami grande, la
persistencia, la elegancia y la buena educación pues no necesitamos de
palabrotas para expresarnos; de mi mami cincuentona, a no asustarme cuando dice
improperios, así que me ha resultado en ser valiente; y por último, cabe
señalar que no por ser menos valioso sino el tema central de estas líneas, de
Emilio, heredé una linda familia que se esmera por darme gusto a mis antojos,
que tolera mis arrebatos y que me dan mucho amor, como el que merezco. Bueno, además, me heredó sus textos, su
generosidad, su sapiencia, su recuerdo y unos amigos extraordinarios.
Desde que Emilio
falleció conocí a tres amigas de las que había escuchado hablar, él me
platicaba de ellas de tal manera que me
había provocado la sensación de conocerlas sin haberlas visto nunca.
Emilio inició su
viaje y en su lugar, llegaron a mi vida para confortarla cuatro amigas y
solamente con tres mantengo largas y reconfortantes charlas porque ya no
solamente hablamos de él, de su recuerdo, de su bonhomía y de sus anhelos, sino de cosas que nos atañen en el
aquí y ahora que son más de la vida cotidiana.
Esto no significa que Emilio haya salido de nuestras vidas, porque su
recuerdo nos acompaña siempre y es la
llave que enciende el motor de todo cuanto hacemos.
Instruí a la gordis
para que hiciera un blog, pero no pudo.
Ella aún está muy afectada y creo, además, que su visión ha continuado
su camino descendente. Al parecer,
tendré que cambiarme de nombre y ahora seré Lazara, porque debo guiarla muchas
más veces que antes. En fin.
El 30 de agosto
estuve conversando con una de las amigas de Emilio, es Diana. Debido a la distancia a ella no la
conocí en persona pero sé que es una buena mujer y que sobre todo, quiere
mucho a mi hermano y ¿qué más puedo pedir?
Diana se ofreció a
darnos un apoyo en la lectura de un texto, creación de mi querido hermano,
inspirado en un romance de preparatoria protagonizado por ella y un joven
durante su paso por la preparatoria.
Por esta razón,
quiero agradecer infinitamente a mi hermano por dejarme sus textos y a Diana,
por heredarme su voz. ¡MIAU!
A este texto
literario le hace falta un tíulo, creo que mi hermano olvidó ponérselo, así que
yo lo haré.
EL ANHELO DEL PRIMER AMOR
Por Emilio
Jacobo García Cuevas
Como de
costumbre, llegaste temprano a la preparatoria. Esta es la hora en la cual el
frío invernal se hace sentir como nunca, por ello, la llama que arde en tu
interior se manifiesta en el vapor que acompaña cada una de tus exhalaciones.
Alguien grita tu nombre: es Daniel, tu amigo más cercano desde los últimos dos
años y medio. Llega hasta ti, se estrechan la mano y la charla comienza; nada
inusual, claro: ¿Qué hiciste ayer en la tarde? ¿Cómo te fue con la tarea de
Cálculo? ¿Viste el nuevo video de fantasmas? Sí -responde alguien más-, ¡estuvo
de miedo! Es la voz de Diana, quien, tras el beso en la mejilla que marca los
buenos días, se une a ustedes. Después, se suman Sandra y Erasmo. Ríen,
comparten opiniones y se deleitan escuchándose unos a otros. Sí: nada inusual
hasta que ella aparece. Ella, con el cabello que se desparrama desde el centro
de la cabeza hasta los hombros, en un cauce que los empapa y los tiñe de
castaño; ella, Sofía, toda sonrisas de cereza y ojos tan negros, que, al
mirarlos, te sientes a punto de despeñarte hacia su interior. La miras cruzar
el patio de la escuela y el espacio cambia de un extremo a otro: el viento se
agita con cada uno se sus pasos y el frío se endulza porque ahora sabe a la
vainilla de su aroma. El silencio de tus amigos te trae de regreso a la tierra.
Vuelves la vista hacia ellos y todos están atentos a tu reacción. Una carcajada
en coro y comienzan las bromas: ¡Cómo te pones rojo! Ya, ¿por qué no le hablas?
Sí, ¿qué puedes perder? Qué puedo perder, piensas…
Y la verdad está ahí, aunque aún no te
atrevas a resumirla en una palabra. A oscuras, antes de dormir y con la música
encendida en un volumen bajísimo, te gusta pensar en el rostro de Sofía, en esa
voz casi infantil que escapa de sus labios de cereza y en su figura menuda y de
piernas largas. Te imaginas charlando con ella, tomando su mano y sintiendo la
tibieza de la palma adherida a tu nuca. La verdad está ahí y sabes que existe
un vocablo claro, luminoso, que ataría en sus letras cada una de tus reacciones
cuando Sofía se hace presente -en incluso en su ausencia: estás enamorado. Tu
madre dice que, a tu edad, es imposible enamorarse; te puede gustar una chica
pero eso es todo: el amor es algo más, algo que exige madurez y que se cultiva
con el trato… Pero no te preocupes: en realidad, tu madre habla del amor entre
adultos -y en efecto, eso es algo más: lo que te quema es amor, sí, pero el
amor de un joven que pierde la cabeza por dos ojos negros, una marejada de
cabello castaño, esa voz delgada y su marco de labios rojos. ¿Y si hablaras con
Sofía? Sabes que hay una verdad con nombre -y confesar es, al fin y al cabo,
exponer una verdad ante alguien a quien esa verdad, de una u otra forma,
implica.
Hoy, como de costumbre, llegaste temprano a
la preparatoria. Caminas por la acera contigua, doblas la esquina y avanzas
hasta el portón de entrada. Para tu sorpresa, alguien rompió con su horario y
tu corazón da un vuelco: Sofía está allí, recargada contra la pared. Mira al
frente, con los audífonos cubriendo sus orejas mientras tararea una canción por
lo bajo. Nota tu llegada y sus ojos se incrustan en ti. Ahí están esos dos
pozos negros, oscuridad tan profunda que -lo has pensado- tal vez podrías dar
con una luna habitando su circunferencia, superficie de obsidiana, espejo
ahumado para mirar tu reflejo trazado sobre ellos. Sofía te mira y su mano
asciende hasta su cabeza; sus dedos toman la diadema de los audífonos y la
echan hacia atrás. Entonces, ocurre uno de esos poquísimos acontecimientos en
los cuales no es claro si efectivamente estás ahí o si, al parpadear, mirarás
el techo de tu habitación y te sabrás de vuelta a la vigilia: ella sonríe y
dice “hola”. Es tu turno. ¿Qué harás?
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